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El papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio, 1936-2025) fue el primer pontífice latinoamericano y jesuita en la historia. Lideró la Iglesia católica desde 2013 con un estilo humilde y reformador, abogando por la misericordia, la justicia social y el diálogo interreligioso.
Primeros años y vocación sacerdotal
Jorge Mario Bergoglio nació el 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, Argentina, en el seno de una familia de cinco hijos de inmigrantes italianos. Su padre, Mario, trabajaba como contable en el ferrocarril, y su madre, Regina (Sívori), se dedicaba al hogar y a la educación de los niños. De joven obtuvo el título de técnico químico, pero a los 21 años sintió el llamado religioso e ingresó al seminario de Villa Devoto.
El 11 de marzo de 1958 inició su noviciado en la Compañía de Jesús, comenzando una formación jesuita que lo llevaría por estudios en Chile y Argentina. Aquella sólida formación académica y espiritual le inculcó un marcado sentido de la humildad, la disciplina y el compromiso con los pobres, valores distintivos de la espiritualidad ignaciana.
Tras completar sus estudios de Filosofía y Teología en San Miguel (Argentina)vatican.va, Bergoglio fue ordenado sacerdote el 13 de diciembre de 1969, a los 32 años, por el arzobispo Ramón J. Castellano. Continuó su formación en España, donde hizo la tercera probación jesuita en Alcalá de Henares y emitió sus votos perpetuos en 1973.
Ese mismo año, con solo 36 años, fue nombrado provincial de los jesuitas en Argentina (31 de julio de 1973), asumiendo durante seis años la guía de la orden en un período social convulso marcado por la agitación política y la pobreza. A finales de los años 70 regresó al trabajo pastoral como rector del Colegio Máximo de San Miguel y párroco, cultivando un perfil austero y cercano a la gente. En esos años difíciles –bajo la dictadura militar argentina– Bergoglio destacó por su vida sobria y profunda vida de oración, así como por proteger discretamente a perseguidos, aunque más tarde algunos cuestionaron su papel durante ese régimen en casos controversiales, algo que él negaría enfáticamente.

Ascenso e impacto en la Iglesia latinoamericana
Su trayectoria dio un giro al ser llamado al episcopado. El 20 de mayo de 1992, el papa Juan Pablo II lo nombró obispo auxiliar de Buenos Aires, recibiendo la ordenación episcopal el 27 de junio de ese año. Como lema eligió “Miserando atque eligendo” (“Lo miró con misericordia y lo eligió”), frase evangélica que reflejaba la centralidad de la misericordia en su ministerio. Pronto fue designado obispo vicario de la zona de Flores, su barrio natal, y en 1997 pasó a ser arzobispo coadjutor de Buenos Aires.
Al fallecer el cardenal Antonio Quarracino, Bergoglio asumió plenamente como Arzobispo de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998, convirtiéndose en el Primado de la Argentina. En esa responsabilidad desplegó un intenso trabajo pastoral: recorría regularmente villas miseria y parroquias humildes en transporte público, se mostraba cercano a curas y fieles, e insistía en “una Iglesia con puertas abiertas para todos”. En 2001, en plena crisis socioeconómica argentina, su figura cobró relevancia nacional al alzar la voz por los más afectados; llegó a ser “un punto de referencia por sus fuertes tomas de posición durante la dramática crisis económica que devastó el país”.
Juan Pablo II lo creó cardenal en el consistorio del 21 de febrero de 2001, asignándole el título de San Roberto Bellarmino en Roma. Fiel a su estilo sencillo, pidió a los argentinos que no viajaran a su ceremonia y destinaran ese dinero a los pobres.
Como cardenal, Bergoglio se volvió una figura influyente en la Iglesia latinoamericana: participó activamente en el CELAM y fue uno de los redactores destacados del documento final de la Conferencia de Aparecida (2007), que trazó una “Iglesia en misión permanente” y reflejó muchos de los temas que luego impulsaría desde el Vaticano.
Entre 2005 y 2011 presidió la Conferencia Episcopal Argentina, cargo desde el cual promovió la “Misión continental” pos-Aparecida y alentó un estilo pastoral más cercano al pueblo. Su nombre comenzó a sonar más allá de Argentina: en el cónclave de 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, se comenta que el cardenal Bergoglio fue el segundo más votado después de Joseph Ratzinger, quien resultó elegido como Benedicto XVI. A pesar de no haber buscado protagonismo (él mismo habría pedido a sus colegas no votarlo en 2005, según trascendidos), su combinación de humildad, rigor doctrinal y compromiso social lo perfilaban como un “papabile” destacado de América Latina.

Elección al pontificado y principales gestos pastorales
El 11 de febrero de 2013, con la inesperada renuncia de Benedicto XVI al pontificado, la Iglesia entró en sede vacante por primera vez en casi seis siglos por abdicación papal. En el cónclave subsiguiente, celebrado en marzo de 2013, los cardenales eligieron a Jorge Mario Bergoglio como nuevo papa el 13 de marzo de 2013.
Bergoglio, de 76 años, tomó el nombre de Francisco en honor a San Francisco de Asís —el santo de la pobreza y la paz—, convirtiéndose en el 266º Papa de la historia, el primer pontífice americano y el primer miembro de la orden jesuita en ocupar el trono de Pedro. Desde el balcón de la basílica de San Pedro, en su primer saludo, sorprendió a todos con un sencillo “Buenas tardes” y un pedido inédito: antes de impartir él la bendición, pidió humildemente al pueblo que rezara para que Dios lo bendijera a él en su nueva misión.
Con ese gesto de pedir oración en silencio por él, inclinando la cabeza ante la multitud, Francisco marcó el tono de su papado: cercanía, sencillez y reciprocidad espiritual con los fieles. “Por favor, no se olviden de rezar por mí”, repetiría al cierre de casi cada discurso, frase que ya había expresado aquella tarde inaugural y que se convirtió en su sello personal de humildad.
Los primeros gestos pastorales de Francisco evidenciaron un estilo distinto en el Vaticano. Rechazó las limusinas y apartamentos papales tradicionales, optando por vivir en la residencia comunitaria de Casa Santa Marta en lugar del Palacio Apostólico, y pagando él mismo la cuenta de su hospedaje tras el cónclave. Usó vestimentas litúrgicas más sobrias y una cruz pectoral de hierro en lugar de oro. Apenas una semana después de ser elegido, durante la Misa del Jueves Santo de 2013, rompió protocolo al lavar los pies de reclusos jóvenes (hombres y mujeres de distintas religiones) en un centro penitenciario de Roma, un poderoso símbolo de servicio humilde.
También realizó su primer viaje fuera de Roma en julio de 2013 a la isla de Lampedusa, donde rindió homenaje a los migrantes africanos fallecidos en el mar y denunció la “globalización de la indiferencia” ante el sufrimiento de los refugiados. La empatía directa de Francisco se hizo patente en innumerables encuentros: abrazó conmovido a un hombre con el rostro deformado por una enfermedad en la Plaza de San Pedro, acarició a enfermos y discapacitados en audiencias, invitó a desayunar a personas sin techo el día de su cumpleaños, y realizó llamadas telefónicas inesperadas a gente común que le escribía cartas. Su estilo cercano le ganó rápidamente la simpatía de millones dentro y fuera de la Iglesia.
Uno de los ejes de su ministerio fue resaltar la misericordia de Dios. En su primer Ángelus dominical como Papa, el 17 de marzo de 2013, ofreció un mensaje impactante de perdón y esperanza:
“Dios nunca se cansa de perdonar… Nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón.”
Primer Ángelus (17 de marzo de 2013).
Con esa invitación a confiar siempre en el perdón divino, Francisco ponía de relieve el corazón de su propuesta pastoral: una Iglesia que acompaña con paciencia y compasión, alejándose de posturas rígidas o condenatorias. También desde los inicios mostró su sencillez comunicativa con frases coloquiales que hicieron historia; cuando le preguntaron en julio de 2013 sobre la situación de sacerdotes homosexuales, respondió simplemente: “¿Quién soy yo para juzgarlos?”, señal de un cambio de tono hacia grupos tradicionalmente marginados en la Iglesia, aunque manteniendo la doctrina establecida.

Reformas, encíclicas y legado doctrinal
Como pontífice, Francisco emprendió una serie de reformas dentro de la curia romana y la Iglesia universal. Reformuló la estructura de gobierno vaticana con la nueva constitución apostólica Praedicate Evangelium (promulgada en 2022), buscando hacer la curia más eficiente, transparente y orientada a la misión evangelizadora. Atacó decididamente la corrupción financiera en el Vaticano, saneando el Instituto para las Obras de Religión (el “Banco Vaticano”) e instaurando mecanismos de control.
Asimismo, creó una comisión especial y luego una instancia permanente para la protección de menores, emitiendo normas pioneras para combatir los abusos sexuales clericales y hacer responsables a los obispos encubridores. Aunque estos esfuerzos encontraron resistencias y tuvieron éxitos dispares, demostraron su compromiso con “tolerancia cero” frente a delitos que han dañado gravemente la credibilidad eclesial.
En el ámbito disciplinar y litúrgico, en 2021 Francisco limitó el uso de la misa tridentina antigua (Traditionis custodes), una decisión que generó malestar en círculos tradicionalistas. Paralelamente, amplió los espacios para la mujer en la Iglesia: nombró por primera vez mujeres en altos cargos vaticanos, abrió a las mujeres los ministerios laicales de acólita y lectora, e incorporó la voz femenina en los sínodos de obispos. También permitió, en ciertos casos pastoralmente justificados, la bendición a parejas en situación irregular o del mismo sexo, enfatizando la necesidad de acoger a todos sin excepción, aunque sin cambiar la doctrina sacramental del matrimonio.
En cuanto a magisterio, Francisco deja un rico legado de encíclicas y exhortaciones. Su primera encíclica, Lumen Fidei (2013), fue en gran parte un trabajo conjunto con su predecesor Benedicto XVI. Pero pronto imprimió su propio sello con la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio, 2013), considerado el documento programático de su pontificado. En ella urgió a una Iglesia “en salida” misionera, que se vuelque a las periferias físicas y existenciales.
“Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces dije: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma”, escribió Francisco en Evangelii Gaudium, llamando a abandonar la comodidad auto-referencial.
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma.”
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre de 2013).
Fiel a esa visión, en 2015 publicó la encíclica Laudato Si’, un hito doctrinal sobre el cuidado del medio ambiente y la justicia social. En Laudato Si’ denunció con palabras contundentes la degradación de la “casa común” y la cultura del descarte. «La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería», alertó proféticamente Francisco, exhortando a una “conversión ecológica” global. Esta encíclica tuvo amplio eco más allá del mundo católico, influyendo en debates internacionales sobre cambio climático.
En 2016, su exhortación postsinodal Amoris Laetitia sobre la familia generó debate teológico al abrir la puerta –bajo discernimiento– a que divorciados vueltos a casar accedan a la comunión, mostrando su prioridad por la misericordia pastoral frente a la norma rígida. Posteriormente, en Gaudete et Exsultate (2018) invitó a la santidad en la vida cotidiana, y en Querida Amazonia (2020) tras el Sínodo de la Amazonía, poetizó sus “sueños” sociales, culturales, ecológicos y eclesiales para esa región, sin acceder a proponer cambios drásticos en la disciplina del celibato como algunos esperaban.
Su última encíclica, Fratelli Tutti (2020), fue un manifiesto sobre la fraternidad humana y la amistad social en un mundo fracturado: abogó por construir puentes entre pueblos, religiones y culturas, retomando el espíritu de San Francisco de Asís. En ella, escrita en plena pandemia, enfatizó que:
“Nadie se salva solo; únicamente es posible salvarse juntos”, subrayando la interdependencia global en la búsqueda del bien común.
Doctrinalmente, Francisco se mostró más abierto y dialogante que sus predecesores inmediatos en ciertos temas, aunque sin apartarse de la ortodoxia católica esencial. A diferencia de Juan Pablo II y Benedicto XVI –más inclinados a reafirmar la doctrina y la identidad católica frente al secularismo–, Francisco puso el acento en la renovación pastoral y en adaptar el mensaje evangélico a las realidades contemporáneas sin miedo a debatir asuntos complejos.
Promovió un estilo de enseñanza menos académico y más accesible: utilizó lenguaje sencillo, metáforas del diario vivir y hasta reflexiones espontáneas en sus homilías matutinas en Santa Marta, lo cual le permitió conectar con amplios sectores. No obstante, esta misma sencillez a veces llevó a ambigüedades o interpretaciones encontradas de sus palabras.
Su decisión de convocar sínodos con amplia consulta al pueblo de Dios (por ejemplo, el Sínodo de la Amazonía 2019 o el inédito Sínodo sobre la Sinodalidad 2021-2024) reflejó su convicción de que la doctrina se enriquece en la escucha comunitaria, manteniendo la unidad pero permitiendo cierta diversidad en cuestiones pastorales. Comparado con Benedicto XVI –un teólogo clásico alemán–, Francisco privilegió la práctica sobre la teoría, y frente a Juan Pablo II –figura global mediática–, Francisco ejerció un magisterio más centrado en la misericordia y las “sorpresas” del Espíritu Santo en la historia.

El pontificado de Francisco estuvo profundamente marcado por un fuerte compromiso social y una atención especial a las cuestiones políticas y económicas que afectan a los más vulnerables. Desde un inicio se declaró a favor de “una Iglesia pobre y para los pobres”, y en sus viajes internacionales –que incluyeron destinos poco frecuentados por otros papas, como Lampedusa, Bangui, Myanmar o Irak– puso en primer plano el drama de la pobreza, la desigualdad y la exclusión.
Hijo de inmigrantes y proveniente de América Latina, Francisco tuvo una sensibilidad particular hacia las poblaciones marginadas: visitó villas miseria en Brasil, barrios populares en África y campamentos de refugiados en Oriente Próximo, siempre llevando un mensaje de dignidad y esperanza. Criticó duramente la “economía que mata” basada en la idolatría del dinero, denunciando la cultura del descarte que relega a ancianos, jóvenes sin empleo, migrantes y pobres a la periferia de la sociedad.
Incluso, Impulsó a la Iglesia a salir de los templos para socorrer en las “periferias existenciales” –adictos, presos, prostitutas, víctimas de trata– mostrando el rostro concreto de la caridad cristiana. Durante el Jubileo de la Misericordia (2015-2016), él mismo realizó iniciativas simbólicas cada mes, como visitas sorpresa a hospicios, cárceles y hospitales, para visibilizar a quienes sufren.
En materia de migraciones, Francisco se convirtió en una de las voces morales más influyentes del mundo. Con dolor y firmeza, condenó la indiferencia de las sociedades ricas ante la crisis migratoria mediterránea y centroamericana. Su conmovedora visita a Lampedusa en 2013, arrojando una corona de flores al mar en memoria de los ahogados, fue un aldabonazo a las conciencias europeas. Posteriormente, llevó ese mensaje a las más altas tribunas: ante el Congreso de EE.UU. (2015) abogó por la acogida del extranjero siguiendo la Regla de Oro; en Lesbos (Grecia) en 2016 conoció de primera mano el sufrimiento de los refugiados sirios y espontáneamente llevó a tres familias musulmanas a Roma en su avión papal para darles asilo. “Migrantes y refugiados no son peones en el tablero de la humanidad”, clamó en 2014.
También Instituyó la sección de Migrantes y Refugiados en el Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, involucrándose personalmente en su dirección. Su defensa de los migrantes le ganó admiración entre organizaciones humanitarias, aunque críticas de sectores que la consideraban intromisión política. En América Latina medió discretamente en tensiones migratorias, instando a la cooperación frente al éxodo venezolano y centroamericano. Para Francisco, la acogida del forastero era parte esencial del Evangelio, recordando constantemente las palabras de Jesús: “fui forastero y me hospedaron” (Mt 25,35).
En paralelo, Francisco asumió con fuerza la causa de la justicia ambiental. Laudato Si’ no fue solo un documento, sino un llamado global a cuidar la creación. Bajo su liderazgo, la Santa Sede se unió formalmente al Acuerdo de París sobre clima. El Papa apoyó activamente iniciativas como la plataforma de acción Laudato Si’ y alentó a jóvenes activistas ambientales.
En múltiples discursos advirtió que el calentamiento global y la destrucción de ecosistemas tienen rostro humano: afectan sobre todo a los pobres y futuras generaciones. “Nada de este mundo nos resulta indiferente”, escribió, y alertó contra la explotación desenfrenada de la naturaleza que convierte la tierra en un basurero. Además de la ecología, se pronunció sobre temas socioeconómicos candentes: cuestionó el consumismo, abogó por un modelo de desarrollo sostenible e integral, y sugirió la necesidad de ética en la economía (por ejemplo, apoyando la condonación de deudas injustas a países pobres).
No dudó en usar su peso moral para promover la paz y la solidaridad global: intercedió activamente en el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba en 2014, facilitó negociaciones de paz en Colombia con las FARC, y ofreció la mediación vaticana en la crisis de Venezuela. Aunque no siempre tuvo éxito, su figura de “diplomático de la paz” fue ampliamente reconocida. En 2016 firmó con el Gran Imán de Al-Azhar (Ahmed al-Tayeb) la histórica Declaración de Abu Dabi sobre la Fraternidad Humana, tendiendo puentes con el Islam. También fue el primer Papa en visitar la península arábiga (EAU, 2019) y en celebrar misa en suelo árabe, dando un paso más en el diálogo interreligioso.
Bajo Francisco, la voz de la Iglesia volvió a resonar con fuerza en foros internacionales en favor de la paz y los oprimidos. Condenó sin ambigüedades toda guerra –lamentando particularmente los conflictos en Siria, Yemen, Ucrania y Tierra Santa– e intentó posicionarse como mediador global: ofreció la neutralidad vaticana para facilitar diálogo en la guerra de Ucrania y viajó a países en conflicto (como Irak en 2021) llevando consuelo a comunidades perseguidas, como los cristianos de Oriente.
En sus viajes apostólicos realizó gestos de alto valor simbólico, como orar en soledad ante el muro de las lamentaciones en Jerusalén junto a líderes judío y musulmán (2014), o besar los pies de líderes sursudaneses rivales rogándoles que hicieran las paces (2019). Este talante político y social de Francisco, claramente inspirado en el espíritu de los documentos del Concilio Vaticano II, le valió reconocimientos como el Premio Carlomagno (2016) por su contribución a la unidad europea, y ser considerado una de las personalidades más influyentes del mundo por revistas como Time, que lo nombró Personaje del Año 2013.
No obstante, su firme toma de postura en cuestiones como migración, cambio climático o justicia económica también suscitó críticas de sectores conservadores (incluso fuera de la Iglesia) que le reprocharon un supuesto alineamiento con agendas políticas progresistas. Francisco siempre respondió que hablaba desde la doctrina social de la Iglesia y el Evangelio, sin pertenencia partidista alguna.

Críticas y controversias relevantes
A lo largo de sus casi 12 años de pontificado, Francisco enfrentó también críticas y controversias, tanto dentro de la Iglesia como en la esfera pública. En el ámbito interno eclesial, un sector de cardenales y teólogos de línea tradicional manifestó reservas –y en algunos casos abierta oposición– a ciertas orientaciones del Papa.
Tras la publicación de Amoris Laetitia (2016), cuatro cardenales elevaron las célebres “dubia”, cinco preguntas demandando aclaraciones doctrinales, en particular sobre la comunión a divorciados vueltos a casar. Francisco, en un gesto inusual, optó por no responder directamente, reforzando en cambio el criterio de discernimiento caso por caso junto a los pastores.
Esta actitud flexible fue celebrada por muchos, pero algunos críticos la tacharon de ambigua. Con el tiempo, la división se hizo más visible: exponentes del ala ultraconservadora llegaron a acusarlo de propiciar confusión doctrinal o de ser “demasiado liberal”, especialmente tras gestos como suavizar la postura hacia católicos LGBT o restringir la misa tradicional.
Un antiguo nuncio, Carlo M. Viganò, incluso publicó en 2018 una carta pidiendo la renuncia del Papa, alegando mala gestión de un caso de abuso, acusación que no prosperó pero que evidenció la resistencia de ciertos círculos. Francisco, lejos de ceder, removió de puestos clave a algunos opositores y siguió adelante con su agenda reformista. Aún así, soportó una “resistencia sin precedentes por parte de los ultraconservadores dentro de la Iglesia”, como señaló la prensa, incluyendo campañas mediáticas en su contra.
También hubo críticas desde el espectro opuesto: católicos progresistas y víctimas de abusos consideraron que Francisco no iba suficientemente lejos en algunas reformas. Por ejemplo, esperaban la ordenación sacerdotal de hombres casados en zonas necesitadas (tras el Sínodo Amazónico) o avances más concretos en el papel de la mujer (como diácono femenino), que finalmente no se materializaron.
En el tema de abusos sexuales, si bien el Papa tomó medidas inéditas –creó la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, promulgó la ley Vos estis lux mundi (2019) para responsabilizar jerarcas negligentes, expulsó del cardenalato a personajes como Theodore McCarrick, etc.–, muchos señalan que la “tolerancia cero” encontró obstáculos culturales e institucionales.
El escándalo en Chile, donde inicialmente defendió a un obispo acusado de encubrimiento (caso Barros) para luego rectificar pidiendo perdón tras escuchar a las víctimas, fue un momento difícil que melló su imagen de infalible buen juicio. Francisco reconoció sus errores con humildad en esa ocasión, mostrando dolor por haber herido a los sobrevivientes de abusos. No obstante, casos en Polonia, Francia o EE.UU. siguieron destapándose, revelando la magnitud de un problema que excede la voluntad de un solo pontífice y requirió una conversión institucional permanente.
En el terreno doctrinal, algunos grupos tradicionalistas llegaron a acusarlo de herejía –hecho sin precedentes en tiempos recientes– por supuestos desvíos en enseñanza sobre temas de moral sexual. Ninguna de esas acusaciones tuvo respaldo en la mayoría del episcopado, pero sí reflejaron la tensión entre la visión de Francisco y la de ciertos sectores. También sus esfuerzos ecuménicos y interreligiosos generaron recelos en pequeños círculos que le reprocharon “relativismo” (por ejemplo, al firmar la declaración con líderes musulmanes sobre que Dios “quiere” la diversidad de religiones, frase luego aclarada).
En cuanto a la comunicación, su estilo espontáneo –dando largas ruedas de prensa en los vuelos papales, llamadas directas, entrevistas con periodistas no creyentes– si bien le ganó aplausos por transparencia, a veces dio pie a equívocos o noticias sensacionalistas. Aun así, Francisco se mantuvo fiel a su convicción de hablar con libertad evangélica, diciendo “las cosas claras” incluso si incomodaban.
Por caso, no dudó en criticar fuertemente la mafia italiana excomulgándola en la práctica, ni en lamentar públicamente la falta de hijos en Occidente (hablando de parejas que prefieren “mascotas” a niños). Esas expresiones coloquiales, sacadas de contexto, le valieron alguna burla en redes, pero mostraban su afán por sacudir conciencias.
En suma, Francisco navegó entre aplausos y críticas con firmeza. Su liderazgo provocó cambios pero también polarización en ciertos ambientes católicos. Sin embargo, logró mantener la unidad esencial de la Iglesia: ningún cisma formal ocurrió, y la mayoría de obispos apoyaron sus lineamientos, aunque instaran a clarificar algunos puntos.
Frente a detractores internos, Francisco respondió con paciencia (llegó a invitar a cardenales críticos a dialogar en privado) y con humor:
“Es saludable que existan diferentes opiniones, no le temo al debate honesto”, dijo. Al final de su pontificado, muchas de esas controversias seguían abiertas, pero Francisco las asumió como parte del camino de una Iglesia viva que discierne los signos de los tiempos.

Últimos días y reacción mundial
En sus últimos años, la salud del papa Francisco se fue debilitando, pero él mantuvo una agenda activa hasta el final. Desde 2021 arrastraba problemas de movilidad por una dolorosa afección en la rodilla que a menudo lo obligó a usar silla de ruedas. Aun así, continuó realizando viajes internacionales (el último, a Hungría en 2024) y encabezando actos multitudinarios.
En julio de 2021 fue sometido a una delicada cirugía de colon que superó con éxito. Sin embargo, a comienzos de 2025 su salud respiratoria se complicó gravemente. El 14 de febrero de 2025 fue ingresado de urgencia en el Hospital Policlínico Gemelli de Roma por una bronquitis infecciosa. Fue la cuarta hospitalización similar en dos años y, pese al cuidado médico intensivo, la infección derivó en una neumonía bilateral.
El Papa permaneció internado 37 días, durante los cuales el mundo católico siguió con ansiedad los partes médicos. A fines de marzo mostró mejoría: recibió el alta el 28 de marzo y pudo presidir, parcialmente, las celebraciones de Semana Santa de ese año. Con visible fatiga pero gran determinación, Francisco hizo una emotiva aparición pública final el Domingo de Resurrección (20 de abril de 2025) en la Plaza de San Pedro, donde impartió la tradicional bendición Urbi et Orbi ante miles de fieles.
Sus últimas palabras al mundo en esa ocasión fueron un mensaje de Pascua centrado en la paz –mencionó especialmente la guerra en Ucrania y los conflictos en Oriente Medio– y la esperanza en Cristo resucitado, concluyendo con su familiar: “Queridos hermanos, buena Pascua”.
Pocas horas después, en la madrugada del lunes 21 de abril de 2025, el Papa Francisco falleció en su residencia de la Casa Santa Marta, en el Vaticano, a la edad de 88 años. Eran las 7:35 a.m. cuando su corazón se detuvo; según el comunicado oficial leído por el cardenal camarlengo Kevin Farrell, “el Obispo de Roma, Francisco, regresó a la casa del Padre”.
La noticia fue anunciada al mundo a las 10:00 a.m. de Roma mediante un comunicado de la Santa Sede, provocando de inmediato una oleada de reacciones y homenajes. Las campanas de la Basílica de San Pedro comenzaron a tañer en señal de duelo, al tiempo que fieles y peregrinos se congregaban espontáneamente en la plaza entre lágrimas, rezos y aplausos sentidos dedicados al Papa difunto.
El cuerpo de Francisco fue trasladado a la Basílica de San Pedro, donde desde el día siguiente fue expuesto para la veneración, recibiendo el emotivo adiós de decenas de miles de personas que hicieron largas filas, en escenas que recordaron la multitudinaria despedida de Juan Pablo II en 2005.
Conforme al protocolo centenario, la Santa Sede inició los Novendiales, nueve días de luto oficial con misas solemnes cada jornada. El funeral de Estado se fijó para el 25 de abril en la Plaza de San Pedro, presidido por el decano del Colegio Cardenalicio, y con la participación de líderes religiosos y jefes de Estado de todo el mundo. Francisco sería sepultado en las Grutas Vaticanas, siguiendo su deseo de un funeral sencillo.
La reacción mundial a la muerte de Francisco fue inmediata y transversal. Dirigentes de todas las tendencias ideológicas y credos elogiaron su figura y legado. Por ejemplo, el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, afirmó que “su compromiso con la paz, la justicia social y los más vulnerables deja un legado profundo”, mientras que el canciller español lo calificó como “un hombre de paz y de diálogo entre culturas y religiones”.
En América, personalidades como el presidente de Argentina –su país natal– decretaron días de duelo nacional y recordaron con orgullo al “Papa de los pobres”. En Europa, líderes como el presidente de Francia y el canciller de Alemania destacaron su papel en temas globales como el clima y la migración. El secretario general de la ONU elogió la voz moral de Francisco en defensa de la dignidad humana y la Tierra, subrayando la vigencia de su mensaje de fraternidad.
Desde el mundo cristiano no católico llegaron también homenajes: el Arzobispo de Canterbury (líder anglicano) alabó su testimonio ecuménico, mientras patriarcas ortodoxos y pastores evangélicos recordaron su apertura al diálogo fraterno. Líderes de otras religiones –rabinos, imanes, budistas– lo reconocieron como un “constructor de puentes” incansable.
Millones de personas, católicas o no, inundaron las redes sociales con mensajes de agradecimiento bajo etiquetas como #GraciasFrancisco, compartiendo anécdotas de cómo el Papa tocó sus vidas. En las villas miseria de Buenos Aires, en las favelas de Río, en los pueblos olvidados de África y Asia, se improvisaron altares con su foto y velas, rezando el rosario en su memoria. La Iglesia católica, de 1.300 millones de fieles, lloraba a su pastor universal, mientras el mundo despedía a una figura global cuya influencia trascendió fronteras.

La partida del papa Francisco marca el fin de una era caracterizada por la cercanía pastoral y la voz profética de la Iglesia en el siglo XXI. Históricamente, su pontificado se inscribe junto a dos antecesores de gran impronta pero estilos distintos: sucede al breve y académico papado de Benedicto XVI (quien abdicó en 2013 y falleció en 2022 como Papa emérito) y continúa la estela del extenso reinado de Juan Pablo II (1978-2005).
Si Juan Pablo II fue un carismático comunicador global que combatió el comunismo con fervor y Benedicto XVI un refinado teólogo guardián de la doctrina, Francisco será recordado como el Papa de la misericordia, la reforma y la periferia. En materia doctrinal, abrió cauces de diálogo en temas espinosos (familia, bioética, roles en la Iglesia) sin romper con la tradición, pero poniendo el acento en la “conversión pastoral” y la primacía de la conciencia bien formada. Su estilo de gobierno descentralizador devolvió protagonismo a las conferencias episcopales y a los sínodos, fomentando una Iglesia más sinodal, es decir, de camino conjunto.
Diplomáticamente, Francisco fortaleció el soft power vaticano como mediador internacional y voz moral en debates globales: bajo su guía, la Santa Sede renovó el espíritu de Asís de encuentro interreligioso, restableció relaciones históricas (como el acercamiento EEUU-Cuba) e incluso entabló un inédito diálogo con China sobre el nombramiento de obispos. Aunque cosechó tanto éxitos como frustraciones, demostró que el papado sigue siendo un actor relevante en la escena geopolítica, capaz de tender la mano donde otros no llegan.
El legado espiritual del Papa Francisco está ligado indisolublemente a la misericordia. Él mismo dijo que “Misericordia” era el nombre de Dios, y quiso que la Iglesia fuera hospital de campaña, lugar de perdón y sanación más que de juicio. Instituyó la Jornada Mundial de los Pobres, el Domingo de la Palabra de Dios, potenció la devoción mariana (especialmente a María bajo la advocación de Desatadora de Nudos y Aparecida) e inscribió nuevas fiestas en el calendario (como Santa María Magdalena como Apóstol de los Apóstoles) para subrayar sus prioridades teológicas.
También elevó al honor de los altares a figuras que reflejan una Iglesia en salida: desde Óscar Romero, mártir de la justicia social, hasta Pablo VI y Juan Pablo I, papas del posconcilio, pasando por humildes santos “de la puerta de al lado”. Su legado social es igualmente profundo: con Francisco, la opción por los pobres recobró centralidad, la denuncia de las desigualdades resonó con fuerza evangélica y la ecología integral pasó a formar parte del discurso católico cotidiano.
Muchos hablan ya de una “era Francisco” en la Doctrina Social de la Iglesia, equiparable por su impacto a la de León XIII con Rerum Novarum o a la de Juan XXIII con Pacem in Terris. En lo cultural y comunicacional, Francisco supo usar los medios modernos –fue el primer Papa plenamente activo en Twitter e Instagram (@Pontifex)– para difundir mensajes breves de esperanza y oración que alcanzaron a jóvenes desconectados de la Iglesia formal. Revalorizó la entrevista periodística como herramienta pastoral y se convirtió en un referente popular: su imagen de pastor sonriente, de sotana blanca austera y maletín negro en mano al bajar de un avión, quedará grabada en la memoria colectiva.
A la hora del balance, el Papa Francisco deja una Iglesia católica más consciente de sí misma, más pobre en estructuras pero quizás más rica en alma. Su pontificado volvió la mirada de la institución hacia los de “afuera”: los pobres, los alejados, los heridos por la vida. Abrió procesos (reforma curial, sinodalidad, diálogo ecuménico) cuyos frutos madurarán en décadas venideras. Inspiró a una nueva generación de católicos a involucrarse en causas sociales, ambientales y de solidaridad con una fe operante.
En el plano global, su figura trasciende el ámbito religioso: fue uno de los líderes morales del siglo, portavoz de la conciencia humana ante retos planetarios. Como todo gran líder, enfrentó incomprensiones y resistencias, pero supo anteponer la confianza en Dios y en su pueblo a las críticas pasajeras. Su sonrisa bonachona, su espontáneo “¡Buena sera!” inicial y aquel pedido constante —“recen por mí”— seguirán resonando en los corazones de millones. Francisco partió a la Casa del Padre dejando una huella indeleble de humanidad y bondad evangélica. La Iglesia y el mundo despiden a un pastor universal que, con gestos sencillos y palabra firme, renovó el impulso misionero, promovió la fraternidad sin fronteras y mantuvo viva la llama de la esperanza cristiana en nuestro tiempo.