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Hay muertes que resuenan como el silencio que sigue a una sinfonía, un vacío elocuente que obliga a la introspección. La partida de José Alberto Mujica Cordano, el “Pepe”, no es solo el adiós a un hombre, sino el eco amplificado de una vida que desbordó sus propios límites para encarnar una forma singular de entender la política y la existencia.
Cuando un árbol de raíces profundas y copa frondosa se desploma en el corazón del bosque, su ausencia redefine el paisaje, pero sus semillas, diseminadas por el viento de la historia, ya han comenzado a germinar en tierras fértiles. La muerte, ese umbral ineludible, lo transforma, inscribiéndolo con tinta indeleble en la gran narrativa de América Latina, no como un final, sino como la consagración de una memoria insurgente.
Él mismo lo intuyó con esa sabiduría terrenal que lo caracterizaba:
“Venimos de la nada y vamos a la nada. La aventura es el cacho este que estamos vivos”.
Y vaya si su “cacho” fue una aventura que interpeló a un continente entero.
Con su fallecimiento a los 89 años, el pasado martes 13 de mayo de 2025, víctima de un cáncer de esófago , se cierra simbólicamente un ciclo para una región que lo vio emerger como uno de los últimos exponentes de una estirpe de líderes forjados en las luchas populares, portadores de una visión transformadora, a menudo tildada de utópica, pero tercamente anclada en la realidad de los desposeídos.
Su partida no es solo la de un expresidente uruguayo; es un hito que invita a una reflexión profunda sobre los caminos andados por la izquierda latinoamericana, sus sueños y sus desvelos, sus logros y las deudas pendientes en la construcción de sociedades más justas. La sensación de “fin de una era” se palpa no como nostalgia paralizante, sino como la constatación de que ciertas formas de entender el compromiso político, marcadas por la austeridad y una ética a prueba de cinismo, se vuelven hoy más extrañas y, por ende, más necesarias.
La muerte de Mujica, entonces, trasciende lo personal para convertirse en un catalizador. Impulsa una reevaluación colectiva de la trayectoria política reciente de América Latina y su incesante búsqueda de liderazgos auténticos, capaces de navegar las tormentas de la historia sin extraviar el norte de la dignidad humana.
Este tributo lírico no busca la canonización, sino enmarcar a Mujica como una figura cuya trascendencia se comprende mejor a través de una lente filosófica, casi mítica, en consonancia con esa tradición ensayística que busca desentrañar las profundidades del alma de los pueblos y de quienes intentaron interpretarla. Su vida, como un río caudaloso, desemboca ahora en el mar de la memoria colectiva, dejando una estela de preguntas y, sobre todo, una “porfiada esperanza”.

La Forja de un Icono: Del Sueño Tupamaro a la Presidencia Austera
La figura de José Mujica no puede comprenderse sin recorrer el sinuoso y a menudo brutal camino que lo llevó desde los arrabales de Montevideo hasta los foros mundiales, transformando a un joven rebelde en un símbolo global de una política diferente. Su trayectoria es la de una metamorfosis asombrosa, donde la evolución ideológica no implicó el abandono de sus compromisos fundamentales con la justicia social.
Juventud Rebelde: Las Semillas de la Insurrección en Tierra Fértil
Nacido el 20 de mayo de 1935 en un barrio humilde de Montevideo , José Mujica creció en un Uruguay y una América Latina en plena efervescencia. Eran tiempos de Guerra Fría, del influjo poderoso de la Revolución Cubana y de la emergencia de movimientos que cuestionaban el orden establecido. Su militancia comenzó temprano, a los 14 años, en una “agrupación anarca” , transitando luego por un sector progresista del tradicional Partido Nacional antes de abrazar la izquierda revolucionaria.
Esta búsqueda lo llevó a ser uno de los fundadores del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) a principios de los años 60, una guerrilla urbana de inspiración marxista que, bajo el influjo cubano, buscó la toma del poder por las armas para instaurar un “régimen socialista al estilo cubano”. Incluso cuando el Che Guevara, en una visita a Montevideo en 1961, aconsejó a los jóvenes no alzarse contra la democracia uruguaya –considerada una excepción en el continente–, los Tupamaros desoyeron la advertencia. La vía armada, sin embargo, encontraría su estrepitoso fracaso en 1972, con la derrota de la guerrilla a manos del ejército.

Los años de plomo y silencio: La cárcel como crisol existencial
La derrota guerrillera precedió a la noche oscura de la dictadura militar que se instauró en Uruguay entre 1973 y 1985. Para Mujica, esto significó casi quince años de encierro en condiciones infrahumanas. Designado como “rehén” por el régimen –sería ejecutado si los Tupamaros retomaban las acciones armadas–, padeció el aislamiento extremo en aljibes y celdas diminutas, la tortura física y psicológica. “Siete años sin libros”, recordaría más tarde , un período donde, para no perder la cordura, “domesticaba ranas y alimentaba ratones” o “terminé contrayendo el vicio de la misantropía, de hablar conmigo mismo” como forma de autodefensa.
Estos años de plomo y silencio, sin embargo, no fueron solo de padecimiento. Se convirtieron en una suerte de brutal educación filosófica, un crisol existencial que despojó su visión del mundo de todo lo accesorio. “Repensé todo”, confesó. “Y la felicidad si no la llevás adentro y no la tenés con poco, no la tenés con nada”. Esta “educación en confinamiento”, forjada en la más absoluta precariedad, otorgó a sus posteriores pronunciamientos sobre la austeridad, la libertad y el sentido de la vida una autenticidad innegable, visceral, que calaría hondo en un mundo sediento de coherencia.
El “Presidente diferente”: Austeridad, coherencia y el escarabajo celeste
Liberado en 1985 con la restauración democrática, Mujica emprendió una notable transición hacia la política legal. Fue electo diputado, luego senador, y en 2005 ministro de Ganadería y Agricultura en el primer gobierno del Frente Amplio. Finalmente, entre 2010 y 2015, alcanzó la presidencia de la República. Y fue entonces cuando el mundo descubrió a un “presidente diferente”.
Fiel a su filosofía forjada en la adversidad, renunció a los símbolos tradicionales del poder: se negó a vivir en la suntuosa residencia presidencial, permaneciendo en su modesta chacra en las afueras de Montevideo; continuó conduciendo su viejo Volkswagen Escarabajo celeste de 1987, que se convirtió en emblema de su estilo ; y donó cerca del 90% de su salario presidencial a programas sociales.
“Los presidentes tienen que vivir como vive la mayoría, no como vive la minoría”, sentenció.
Este gesto, en un planeta donde la clase política suele asociarse al privilegio y la desconexión, lo catapultó a la fama.

Un símbolo global: La voz de la sencillez en los foros del mundo
El apodo de “el presidente más pobre del mundo” recorrió el globo, una etiqueta que él mismo matizaba: “No soy pobre, soy sobrio, liviano de equipaje, vivir con lo justo para que las cosas no me roben la libertad”. Sus discursos en foros internacionales, como la Cumbre Río+20 en 2012 o la Asamblea General de la ONU en 2013, donde fustigó el consumismo desenfrenado y el modelo de civilización imperante, tuvieron una enorme repercusión.
Figuras como el cineasta Emir Kusturica, quien le dedicó un documental, o el escritor Mario Vargas Llosa, reconocieron su singularidad. Fue nominado al Premio Nobel de la Paz, galardón que declinó recibir. Esta notoriedad, centrada en su persona, funcionó como una suerte de “poder blando” para Uruguay, proyectando una imagen de liderazgo ético que trascendió con creces el peso geopolítico o económico del pequeño país sudamericano. Mujica se convirtió en un referente moral a escala planetaria, la encarnación de una política más humana y austera.

El Legado de un Pensador Insurgente: “Pobres son los que Necesitan Mucho”
El pensamiento de José Mujica, destilado a lo largo de una vida de luchas, encierros y ejercicio del poder, se erige como un faro crítico en medio de las complejidades del siglo XXI. Su legado intelectual es una invitación a repensar nuestras prioridades como individuos y como sociedad, un llamado a una insurgencia de la conciencia frente a los dogmas del mercado y la superficialidad.
La Crítica Feroz al Consumismo: Una Filosofía de la Sobriedad Radical
El núcleo de su filosofía política y vital reside en una crítica implacable al consumismo. Su frase más emblemática,
“Pobres no son los que tienen poco. Son los que quieren mucho. Yo no vivo con pobreza, vivo con austeridad, con renunciamiento. Preciso poco para vivir” , resume esta postura.
Para Mujica, el consumismo es una trampa moderna que nos despoja de lo más valioso: el tiempo y la libertad.
“Cuando yo compro algo, o tú, no lo compras con plata, lo compras con el tiempo de vida que tuviste que gastar para tener esa plata. Pero con esta diferencia: la única cosa que no se puede comprar es la vida. La vida se gasta. Y es miserable gastar la vida para perder libertad”.
Esta no es una mera proclama ascética, sino una profunda reflexión sobre la libertad humana. Al identificarse como un “neoestoico” , Mujica conectaba con una tradición filosófica ancestral que sitúa la verdadera libertad en el dominio interior sobre los deseos y la indiferencia ante los bienes materiales, aplicándola con originalidad al hipercapitalismo contemporáneo.
Su visión resuena con las ideas de pensadores como Zygmunt Bauman, quien describió la “modernidad líquida” como una era de insatisfacción perpetua, donde el consumismo es una “economía del exceso y los desechos… una economía del engaño”. En este contexto de fluidez y obsolescencia programada, la filosofía de la “sobriedad” de Mujica emerge como un ancla de solidez, una propuesta de resistencia basada en la valoración de lo esencial y la comunidad, pues, como decían los aymaras y él repetía, +
“pobre es el que no tiene comunidad”
El pensamiento de Mujica está impregnado de un humanismo profundo, con fuertes raíces en la tradición latinoamericana de lucha por la dignidad. Defendió la justicia social no como un eslogan, sino como un imperativo ético irrenunciable. Su concepción de la vida como un “milagro”, una “aventura de las moléculas” , lo llevaba a afirmar con vehemencia que “nada vale más que la vida”. Este respeto casi reverencial por la existencia se traducía en una política orientada a mejorar las condiciones materiales y espirituales de la gente, especialmente de los más vulnerables.
Aquí, su voz se entrelaza con la de otro uruguayo universal, Eduardo Galeano. Si Galeano denunció “las venas abiertas de América Latina” , Mujica pareció encarnar a esa “gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, [que] puede cambiar el mundo”. Ambos compartieron una profunda fe en la capacidad de los pueblos del Sur para forjar su propio destino y afirmar su identidad frente a las narrativas hegemónicas. La política, para Mujica, era precisamente eso: una herramienta para que la gente “pueda vivir un poco mejor y con un mayor sentido de igualdad”.
Políticas emblemáticas como actos de libertad y reconocimiento de la realidad
Durante su presidencia, Mujica impulsó una serie de leyes que generaron debate y admiración a nivel internacional, y que reflejaban su particular enfoque pragmático y humanista. La legalización de la producción, venta y consumo de marihuana bajo regulación estatal fue una de ellas. Su argumento era contundente: “No es bonito legalizar la marihuana, pero peor es regalar gente al narco”. Se trataba de arrebatarle el mercado al narcotráfico y abordar el consumo problemático como un asunto de salud pública.
De manera similar, la despenalización del aborto se fundamentó en el reconocimiento de una realidad ineludible:
“Aplicamos un principio muy simple: reconocer los hechos. El aborto es viejo como el mundo”.
El objetivo era evitar las muertes por interrupciones clandestinas y ofrecer apoyo a las mujeres en situaciones de vulnerabilidad. Lo mismo ocurrió con la aprobación del matrimonio igualitario: “El matrimonio gay es más viejo que el mundo… No legalizarlo sería torturar a las personas inútilmente”. Estas políticas, más que imposiciones ideológicas, fueron la expresión de una “política de la realidad”, centrada en aliviar el sufrimiento humano y ampliar el espectro de los derechos individuales, una manifestación de su pragmatismo humanista.

El poder según Pepe: Un antídoto al cinismo de las élites
La forma en que José Mujica ejerció el poder presidencial constituyó en sí misma una declaración política, un desafío frontal al cinismo y la desconexión que a menudo caracterizan a las élites gobernantes. Su presidencia fue una performance deliberada de anti-poder, subvirtiendo las expectativas tradicionales para criticar la naturaleza misma de la autoridad política.
Gobernar desde la cercanía: “El poder no cambia a las personas, sólo revela quiénes verdaderamente son”
Esta célebre frase de Mujica es una clave para entender su paso por la presidencia. El poder no lo transformó en alguien diferente; por el contrario, reveló la autenticidad de sus convicciones, forjadas en décadas de militancia y austeridad personal. Su rechazo a los lujos del cargo, su decisión de seguir viviendo en su chacra y conduciendo su viejo auto, no fueron meros gestos simbólicos, sino la manifestación de una coherencia vital.
Al vivir “como vive la mayoría, no como vive la minoría” , no solo cumplía una promesa personal, sino que también emitía un juicio implícito sobre aquellos líderes que se aíslan en torres de marfil. Este ejercicio del poder desde la cercanía buscaba demistificar la autoridad y exponer la artificialidad de sus boatos.
La política como pasión y servicio humilde, no como carrera de privilegios
Para Mujica, la política era, ante todo, una vocación de servicio. “La política es una pasión y se tiene o no se tiene… Los que hacemos política de vocación es porque nos gusta, no porque nos mandan o nos convenga”. Esta concepción chocaba frontalmente con la visión de la política como una carrera para la acumulación de privilegios o enriquecimiento personal, una práctica que él denostaba. Su liderazgo se basó en la persuasión y el ejemplo, buscando el consenso y manteniendo un diálogo incluso con sus opositores.
En este sentido, su figura puede leerse a la luz de las reflexiones de Marshall Berman sobre la modernidad y la búsqueda de autenticidad. En un mundo donde, según la famosa frase de Marx que Berman retoma, “todo lo sólido se desvanece en el aire” , Mujica intentó encarnar una forma sólida y auténtica de ejercer el poder. Berman analiza la “tragedia del desarrollo” , donde el progreso a menudo se vuelve impersonal y deshumanizador. Mujica, con su énfasis en “lo elemental” de la vida –la tierra, los afectos, la comunidad –, pareció buscar un antídoto, un intento de re-humanizar la política y resistir las tendencias alienantes de la estatalidad moderna, infundiendo su práctica con una conexión casi pre-moderna con lo esencial.

Voces que resuenan: testimonios sobre el hombre y el símbolo
La muerte de José Mujica provocó una oleada de reacciones que trascendieron fronteras e ideologías, reflejando la singularidad de su figura y la profundidad de su impacto. Desde líderes mundiales hasta ciudadanos anónimos, pasando por intelectuales y artistas, muchos sintieron la necesidad de expresar su sentir ante la partida de quien fuera mucho más que un político.
Líderes latinoamericanos, con quienes Mujica tejió una compleja red de relaciones, no tardaron en manifestarse. Evo Morales, expresidente de Bolivia, lo despidió como a un “hermano”, destacando sus “consejos llenos de experiencia y sabiduría” y su condición de “ferviente creyente en la integración y en la Patria Grande”.
Desde Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, con quien tuvo públicos desencuentros , lo reconoció como “un gran hombre que dedicó su vida a la militancia y a su patria”. El gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil lo calificó como “uno de los principales artífices de la integración de América Latina” y, de manera más significativa, como “uno de los humanistas más importantes de nuestro tiempo”. Alberto Fernández, exmandatario argentino, lo describió como “un ejemplo para la política que todo lo banaliza… Sin serlo, ha sido el mejor de los cristianos”.
La diversidad de estas voces, que incluyen a figuras con las que mantuvo relaciones complejas y a veces tensas, subraya la naturaleza multifacética de su atractivo. Mujica parecía conectar en un nivel profundamente humano que trascendía las divisiones políticas tradicionales. Intelectuales de talla mundial como Noam Chomsky colaboraron con él en reflexiones sobre los grandes desafíos globales, valorando su “mensaje de sostenibilidad y sentido común” como se evidencia en su obra conjunta “Sobreviviendo al siglo XXI”.
Más allá de las esferas del poder y la academia, es quizás en el sentir popular donde su figura caló más hondo. Un joven activista latinoamericano podría decir: “Pepe nos demostró que la política no tiene por qué ser sinónimo de corrupción o de discursos vacíos. Nos habló en un lenguaje que entendíamos, el del compromiso genuino con los de abajo, y nos devolvió la esperanza de que es posible construir un mundo donde la dignidad sea costumbre”. Un campesino uruguayo, quizás, recordaría su cercanía: “Era uno más de nosotros, entendía el lenguaje de la tierra. Verlo en su chacra, con las manos sucias de trabajar, te hacía sentir que no estaba allá arriba, lejos, sino acá, compartiendo las mismas luchas”. Una intelectual feminista podría reflexionar: “Si bien su generación tuvo sus limitaciones en la comprensión de todas las opresiones, las políticas que impulsó sobre los derechos de las mujeres y las diversidades fueron un avance innegable, un acto de coherencia con su discurso humanista”.
Esta percepción de Mujica como una suerte de “abuelo sabio” , un maestro que enseñaba más con el ejemplo y la reflexión que con dogmas, es recurrente. Su impacto fue eminentemente pedagógico y moral. En la voz del poeta uruguayo Mario Benedetti resuena una sensibilidad afín. Benedetti escribió que “En países como los nuestros… tiene una importancia esencial que el hombre político… tenga suficiente sensibilidad y suficiente osadía para responder creativamente a cada… coyuntura”. Mujica pareció encarnar esa sensibilidad y osadía, esa capacidad de conectar con el alma popular y de proponer caminos, aunque fueran arduos.

Pepe y el sur: Un faro en la Patria Grande fragmentada
La relación de José Mujica con América Latina fue una constante en su pensamiento y acción política. Soñó con una “Patria Grande” unida y soberana, pero su idealismo siempre estuvo anclado en una comprensión pragmática, y a menudo crítica, de las realidades políticas y los liderazgos de la región.
El vínculo ambivalente con Argentina: Hermandad rioplatense y chispazos diplomáticos
Con Argentina, la relación fue particularmente intensa y, por momentos, tempestuosa. Describió al país vecino como “una cosa indescifrable” con una “mitología propia”. Si bien hubo una cercanía inicial con los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner , el prolongado conflicto por la instalación de la planta de celulosa Botnia (hoy UPM) en la frontera uruguaya tensó los lazos hasta el extremo. Sus comentarios informales, y a veces cáusticos, sobre Cristina Fernández –como la tristemente célebre frase “esta vieja es peor que el tuerto”, refiriéndose a Néstor Kirchner, captada por un micrófono abierto – generaron crisis diplomáticas. También fue crítico con la política de emisión monetaria de los últimos años kirchneristas y observó con atención y cierta perplejidad la política argentina más reciente, incluyendo las figuras de Sergio Massa y Javier Milei.
Diálogos y desencuentros en la integración regional: Lula, Chávez, Evo
A pesar de los escollos, Mujica fue un firme promotor de la integración regional, participando activamente en MERCOSUR y UNASUR. Mantuvo una relación especialmente estrecha y de profundo respeto mutuo con Luiz Inácio Lula da Silva, a quien consideraba una “excepción de la generosidad del género humano” , aunque lamentaba la falta de “repuesto” para su liderazgo en Brasil. Su vínculo con Hugo Chávez fue también significativo, si bien en sus últimos años Mujica marcó una clara diferencia entre el líder bolivariano original y su sucesor, Nicolás Maduro. Con Evo Morales en Bolivia compartió una visión de cambio y una cercanía personal; Morales lo llamaba “hermano”.
Una voz crítica por la autodeterminación y contra las derivas autoritarias
Su compromiso con la “Patria Grande” no le impidió una mirada realista sobre sus dificultades: “Inventamos mucho país, pero no podemos inventar una patria. Somos débiles”. Le preocupaba la falta de renovación generacional en la política latinoamericana y, sobre todo en el tramo final de su vida, se volvió cada vez más crítico con las derivas autoritarias en la región.
Sus cuestionamientos a los regímenes de Venezuela y Nicaragua por “jugar a la democracia” sin practicarla genuinamente fueron contundentes: “Nicaragua y Venezuela son indefendibles como están hoy”. Esta evolución en su postura, donde los principios democráticos parecieron primar sobre la solidaridad ideológica incondicional, reforzó su imagen de pensador independiente, más que de partisano dogmático. Su idealismo por la unidad regional estaba, pues, templado por un realismo que no temía señalar las contradicciones y los fracasos.

La huella imborrable del sembrador de horizontes
Al final del camino, cuando la parca, esa vieja conocida que según él mismo “más de una vez anduvo rondando el catre” , finalmente vino con la guadaña en ristre, lo que queda de José “Pepe” Mujica no es la imagen de un mártir ni la de un santo laico, sino la estela luminosa de un guía moral para tiempos de profunda incertidumbre. Él mismo, con su proverbial humildad, reconocía sus “errores” y su “buena cantidad de defectos” , pero es precisamente en esa humanidad imperfecta, en esa coherencia a prueba de balas y calabozos, donde reside la fuerza de su legado.
Su vida no es un dogma a seguir, sino una invitación perpetua a la reflexión y a la acción consecuente. Nos recordó que “triunfar en la vida no es ganar, triunfar en la vida es levantarse y volver a empezar cada vez que uno cae”. Esta filosofía de la resiliencia, nacida de la experiencia más extrema, es quizás una de sus lecciones más perdurables. Su ejemplo demostró, contra todo cinismo, que es posible vivir y ejercer el poder de otra manera: con humildad radical, con una honestidad desarmante y con un compromiso inquebrantable con los más vulnerables.
Esa generación a la que perteneció, “que quiso cambiar el mundo”, y que fue “aplastada, derrotada, pulverizada”, siguió, en su voz, “soñando que vale la pena luchar para que la gente pueda vivir un poco mejor y con un mayor sentido de igualdad”. Este mensaje de esperanza terca, de lucha inclaudicable por un mundo más justo, conserva hoy una vigencia estremecedora. Su legado no es un conjunto de políticas o un partido político, sino una “forma de ser” en la política y en la vida, una brújula ética que ofrece un poderoso contrapunto al materialismo y la desesperanza.
Como el sembrador que fue en su chacra de Rincón del Cerro, Pepe Mujica esparció semillas de conciencia y dignidad por todo el continente y más allá. Esas semillas, regadas con su ejemplo y su palabra, seguirán floreciendo en las manos y los corazones de las nuevas generaciones, aquellas a las que siempre interpeló con afecto y desafío. Nos corresponde ahora, como él instaba, “transformar la bronca en esperanza” , mantener viva esa “porfiada esperanza” y atrevernos a construir esos “otros mundos posibles” que él vislumbró en el horizonte. Su partida no es un crepúsculo, sino la confirmación de que hay hombres cuya luz, una vez encendida, se niega a extinguirse. Pepe Mujica, el último Tupamaro, el presidente austero, el sabio de la palabra sencilla, sigue andando, como un horizonte que se aleja y nos convoca, en el corazón indómito de la utopía suramericana.