Profana sueños y pisa polvo. Se tapa y avanza a donde lo ubican los aullidos, el muchacho puebla una civilización de Festuca y Ray-grass. Allí promulga una homeostasis del sistema en el que el director se obsesionó.
El adalid presenta una jauría de emociones con las que profesa actitud al resto de su equipo, que lo contempla con admiración y cierto temor. Sin embargo, nadie sabe del miedo que va quemando sus entrañas, y todo el esfuerzo que hace para que éste forje la más filosa de las espadas.
Maneja su corazón como la mejor de sus extremidades, exhibe cimbronazos por el esfuerzo que le provoca un alud de disparos que siente que atravesarán el honor de su defensa. Grita, corre, putea, se deshidrata, y hasta logra que sus neuronas lloren. Únicamente se relajará al escuchar el silbido final.
Madera, aluminio, cemento, todo lo ve igual, todo parece acorralar. En la victoria o en la derrota, su cuerpo sólo quiere someterse a los masajes del oxígeno duplicado de hidrógeno. Antepuesto a dicho encuentro, solamente posee limpia la conciencia y el alma.
Al dejarse caer en su lecho, analiza las acciones vividas, aunque nunca llega a poder concretar una reflexión, ya que Morfeo lo vence, el único jugador que puede, sobretodo de local.
Aclamado o abucheado, coreado o insultado, eso no importa. El sólo quiere que sus herederos sientan que en esta globalización trifulca, el honor no sólo es un recuerdo del medioevo.