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Héroe y mito
Diego Armando Maradona murió a los 60 años. Al igual que los superhéroes, solo necesitaba un nombre para convertirse en un ícono, en un símbolo.
Su fallecimiento es, sin duda, una tragedia. Pocos —o tal vez nadie— han traído tanta alegría al pueblo. Y aún menos han alzado el mayor premio del fútbol, como lo hizo Maradona en el Mundial de México 1986, casi sin ayuda.
Maradona fue el futbolista más espectacular de todos los tiempos. Verlo en la cancha —ya fuera con el Napoli italiano entre 1984 y 1991, o con la selección argentina entre 1977 y 1994— era presenciar un arte comparable al de los más grandes artistas de la historia.

El mundo del fútbol está de luto por la pérdida de Diego Armando Maradona. Nuestra leyenda comenzó a fines de la década de 1970, con la historia de un niño de 16 años que debutaba en el primer equipo de Argentinos Juniors.
Aquel chico de cabello negro azabache, de piernas fornidas, hacía malabares mientras reía, con una pelota que parecía magnetizada a sus pies, su cabeza, su pecho…
Su nombre —dice un periodista— es Maradona. Diego Maradona.
Era cautivadora la facilidad con la que ese joven dominaba el balón. Nadie podía imaginar entonces el destino que le esperaba: el de un jugador que, pocos años después, ingresaría en la selección mundial de las grandes celebridades del siglo XX.

Origen
Proveniente de una familia humilde —de raíces italianas y amerindias—, Maradona tuvo un ascenso literalmente meteórico.
El Club Atlético Boca Juniors lo incorporó en 1981, tras su impresionante desempeño en Argentinos Juniors, donde marcó la histórica cifra de 115 goles en 166 partidos.

Diego solo estaría en Boca Juniors durante dos temporadas, pero los fanáticos xeneizes nunca lo olvidarían.
Luego, llegó su traspaso al FC Barcelona, que apostó por él como la próxima gran estrella del fútbol mundial.
Mientras tanto, el pibe de oro ya había tenido su primera convocatoria con la selección argentina: fue en febrero de 1977, frente a Hungría, cuando tenía apenas 16 años.
En el Barça, Maradona marcó 38 goles en 58 partidos, pero lo mejor aún estaba por llegar.
En 1984, Diego Maradona aterrizó en el Napoli, un club modesto en el sur de Italia, pero con una hinchada apasionada y una ciudad vibrante, excesiva, caótica, perfectamente hecha a su medida.
Setenta mil almas emocionadas colmaron el estadio San Paolo para darle la bienvenida a su nuevo ídolo. Nápoles había encontrado su mesías.
En 1987, Maradona le regaló al Napoli el primer Scudetto de su historia, frente al eterno rival, la Juventus de Michel Platini. Ese año también conquistó la Copa de Italia.
De ídolo, Maradona pasó a convertirse en un dios viviente. En 1989, alzó la Copa de la UEFA tras vencer al Stuttgart. Luego sumó un segundo Scudetto en 1990 y cerró su gloriosa etapa napolitana con la Supercopa de Italia.

Siempre Argentina primero
Con la selección argentina, Maradona lo vivió todo: lo ganó todo, lo intentó todo, lo hizo todo. Y lo hizo contra las mejores defensas del mundo. Su consagración llegó en el Mundial de México 1986, donde la Albiceleste se coronó campeona tras vencer a Alemania en la final.
En los cuartos de final frente a Inglaterra, Maradona escribió dos capítulos inmortales en la historia del fútbol. Primero, con el gol conocido como “La mano de Dios”, en una jugada tan polémica como emblemática. Y apenas minutos después, respondió con el que muchos consideran el mejor gol de todos los tiempos en una Copa del Mundo: tomó la pelota en su propio campo, dejó atrás a cinco jugadores ingleses —incluido el arquero— y definió con la serenidad de un genio. Un gol de antología, de otro planeta.
Maradona volvió a llevar a la selección argentina a otra final mundialista en Italia 1990, aunque esta vez el título se le escapó ante la misma Alemania.
No obstante, la gloria deportiva no vino sin sombras. En 1991, fue detenido por la policía italiana tras dar positivo en un control antidopaje por cocaína, lo que le valió una suspensión de 15 meses.
Tras su regreso, jugó en el Sevilla F.C. en España, y luego volvió a su país para cerrar su carrera en Newell’s Old Boys y, finalmente, en Boca Juniors, el club de sus amores.

En 1994, el Mundial de Estados Unidos marcó el final de la brillante historia de Maradona con la selección argentina. Diego tenía 34 años y fue obligado a abandonar la competencia tras dar positivo por efedrina, en un proceso de dudosa veracidad y cargado de controversias.
A pesar de su gol excepcional ante Grecia y del espléndido estado físico que había mostrado, a Maradona le “cortaron las piernas”, como él mismo lo expresó con dolor y crudeza.
Se es maradoniano porque se cree que para ser feliz se necesita algo más que la realidad.
Porque salir adelante está bien, pero quienes predican que se vive de la honestidad muchas veces también guardan muertos en el placard.
Porque fuimos conquistados, explotados, controlados y arruinados, pero jamás nos arrebataron la esperanza del mañana.
Sí, soy maradoniano. Porque no quiero que esa magia termine nunca. Esa sensación de ser mejor de lo que te describen, mejor de lo que quieren los demás, mejor de lo que, a veces, uno mismo cree que es.

Ahora que ya no está, estamos solos. En un limbo vacío. En una ausencia que pesa.
Desde hoy, empezamos a buscar un nuevo lugar donde aterrizar. Porque su presencia —aunque ya no física— todavía nos toma por la garganta, y comienza a descender… a estrujarnos el corazón y el estómago, en rincones de nuestro cuerpo que, hasta ahora, ni siquiera sabíamos que existían.
Hoy cargamos con una pérdida irreparable, pero también es cierto que lo perdemos recordándolo con una sonrisa, viéndolo vencer —una y otra vez— a quienes nos han negado el vuelo durante siglos.
Y entonces entendemos: tenemos que reinventarlo. Tenemos que imaginar un nuevo Maradona. Uno que suelte talento y se ría con nosotros. Uno que te mire y entienda cuánto rebota el amor. Uno que se observe los botines gastados y sepa que es más importante para los demás que para sí mismo.
Uno que, simplemente, haga falta. Porque para el mundo, y para Argentina, será imposible no necesitarlo.